martes, 8 de enero de 2013

El Capital Según Costa-Gavras

Tenía mis reparos en ir a ver esta película de "El Capital". Me temía una producción o bien demasiado intelectual, o bien un adoctrinante panfleto. Este temor se había adueñado también de mis paisanos. Contándome a mí, éramos seis personas en la sala. Los temores eran infundados: la película se deja ver; entretiene, divierte y descorazona a un tiempo. Y todo por menos de seis euros, que era día del espectador.

Vamos por partes: se trata de una película francesa y el cine francés, aun cuando a veces nos endiñe un tostonazo como “El marido de la peluquera”, es casi siempre capaz de arrojar una mirada lúcida, observadora y certera sobre la realidad social contemporánea. En el cine reciente, una comedia francesa suele analizar con perspicacia un mundo muy parecido a éste en el que vivo, mientras que una norteamericana es un paseo turístico por una Disneylandia sentimental y sexual, en la que no me reconozco, y de las españolas, mejor hablo en otra ocasión.

Pero esto no es una comedia. Costa-Gavras es un cineasta político (“Todo el cine es político”, según él) y además es un director “engagé” (comprometido), que es como, en mis tiempos, se denominaba a los intelectuales de izquierdas. Y bastante lúcido, si se le compara con la mayoría de los políticos de esta tendencia. Así que su última cinta es una especie de “thriller” político-financiero con algunos toques de humor sarcástico y otros de rabiosa desesperanza.

Comienza con Marc Tourneuil (interpretado por Gad Elmaleh, actor de registro cómico apreciable en “El juego de los idiotas”) que hace de esbirro y negro para un jefazo de un gran banco francés. El jefazo es enfermo terminal (cáncer de testículos) y, en una crisis de su enfermedad, nombra presidente y sucesor al bueno de Marc. Empatizamos con él, porque pensamos que es un hombre de paja, metido en un buen avispero y nos da un poco de pena. Todos creen que podrán manejarlo, pero les sale el tiro por la culata. El nuevo (y joven) presidente es cínico, listo y tiene menos escrúpulos aún que los viejos tiburones, así que se hace con las riendas y supera, con creces, las retorcidas expectativas de los más sinvergüenzas. ¡Y vamos con él! Es “el bueno”, “el chico” de la película. Qué tiempos.
 
Asistimos pues, a su consagración como maestro en los turbios manejos que nos han llevado a donde ya sabemos: su banco obtiene grandes beneficios, pero despide once mil empleados para que suba la cotización en Bolsa de sus acciones, los políticos (nombrados en la película como “el Elíseo”) le comen en la mano y, sí, son ellos los auténticos hombres de paja de unas entidades que, si ganan, enriquecen a accionistas particulares y, si pierden, generan agujeros que tapamos entre todos. Como le dice al protagonista un tío suyo, un “rojo” de corte clásico, en una comida familiar: “Los bancos robáis a la gente tres veces. La primera a vuestros empleados cuando los echáis aun teniendo beneficios. La segunda, a los clientes sangrándolos con vuestros créditos. Y la tercera, destrozando el estado del bienestar, porque los países tienen que gastarse todo el dinero en deuda y ya no pueden sufragarlo. Tres veces a las mismas personas, que son trabajadores, clientes y ciudadanos”. A lo que el cínico de Marc contesta: “En realidad hemos cumplido vuestro sueño internacionalista.” Las frases para enmarcar se prodigan: “El dinero es un perro que no pide caricias.” ““La gente se cree que el dinero es una herramienta pero se equivocan. El dinero es el amo, cuanto mejor lo sirvas mejor te tratará.” “Somos como Robin Hood, robamos a los pobres para dárselo a los ricos.” Y así todo el rato.
"Son como niños"

En la cinta se intenta evitar el hacer mucha sangre: Marc dice que sus manejos forman parte de “un juego”, pero la película apenas deja lugar a la esperanza, “el juego continuará hasta que esto reviente”. Los personajes con cierta conciencia moral (como su mujer o la experta señorita Baron) son apartados del guion. Además, se representa a unos capitalistas norteamericanos con los dientes más afilados y voraces que sus homólogos europeos, que aún están marcados, los pobres, por algún escrúpulo residual en las cuestiones sociales. Uno de aquellos accionistas miameses (¿cómo se llaman los de Miami?), encarnado por Gabriel Byrne (“Muerte entre las flores”) es un auténtico campeón de los supervillanos. Qué tío.

Narrativamente, la película tiene un desarrollo bastante convencional y se ve lastrada a veces por personajes y episodios menos logrados que, en el terreno dramático, resultan superfluos: sirva como ejemplo Nassim, una reput(ad)ísima modelo que pone a mil al bueno de Marc Tourneuil y, cuando todos pensamos que va a ser su ruina, la cosa queda en calderilla. En el extremo contrario de la balanza hay genuinos toques de humor ácido, como los “prontos” imaginarios que le dan a Marc, cuando se activa su conciencia, o la sorna con que son mirados los pequeños, los niños enganchados permanentemente a los videojuegos.

En resumen, una película que, queriendo parecer maligna, es más maligna de lo que parece. 
 

 

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