Tenía
mis reparos en ir a ver esta película de "El Capital". Me temía una producción o bien demasiado
intelectual, o bien un adoctrinante panfleto. Este temor se había adueñado
también de mis paisanos. Contándome a mí, éramos seis personas en la sala. Los
temores eran infundados: la película se deja ver; entretiene, divierte y
descorazona a un tiempo. Y todo por menos de seis euros, que era día del
espectador.
Vamos
por partes: se trata de una película francesa y el cine francés, aun cuando a
veces nos endiñe un tostonazo como “El marido de la peluquera”, es casi siempre
capaz de arrojar una mirada lúcida, observadora y certera sobre la realidad
social contemporánea. En el cine reciente, una comedia francesa suele analizar
con perspicacia un mundo muy parecido a éste en el que vivo, mientras que una
norteamericana es un paseo turístico por una Disneylandia sentimental y sexual,
en la que no me reconozco, y de las españolas, mejor hablo en otra ocasión.
Pero
esto no es una comedia. Costa-Gavras es un cineasta político (“Todo el cine es
político”, según él) y además es un director “engagé” (comprometido), que es
como, en mis tiempos, se denominaba a los intelectuales de izquierdas. Y bastante
lúcido, si se le compara con la mayoría de los políticos de esta tendencia. Así
que su última cinta es una especie de “thriller” político-financiero con
algunos toques de humor sarcástico y otros de rabiosa desesperanza.
Comienza
con Marc Tourneuil (interpretado por Gad Elmaleh, actor de registro cómico apreciable
en “El juego de los idiotas”) que hace de esbirro y negro para un jefazo de un
gran banco francés. El jefazo es enfermo terminal (cáncer de testículos) y, en
una crisis de su enfermedad, nombra presidente y sucesor al bueno de Marc. Empatizamos
con él, porque pensamos que es un hombre de paja, metido en un buen avispero y
nos da un poco de pena. Todos creen que podrán manejarlo, pero les sale el tiro
por la culata. El nuevo (y joven) presidente es cínico, listo y tiene menos
escrúpulos aún que los viejos tiburones, así que se hace con las riendas y
supera, con creces, las retorcidas expectativas de los más sinvergüenzas. ¡Y
vamos con él! Es “el bueno”, “el chico” de la película. Qué tiempos.
"Son como niños" |
En
la cinta se intenta evitar el hacer mucha sangre: Marc dice que sus manejos
forman parte de “un juego”, pero la película apenas deja lugar a la esperanza, “el
juego continuará hasta que esto reviente”. Los personajes con cierta conciencia
moral (como su mujer o la experta señorita Baron) son apartados del guion. Además,
se representa a unos capitalistas norteamericanos con los dientes más afilados y
voraces que sus homólogos europeos, que aún están marcados, los pobres, por
algún escrúpulo residual en las cuestiones sociales. Uno de aquellos accionistas
miameses (¿cómo se llaman los de Miami?), encarnado por Gabriel Byrne (“Muerte
entre las flores”) es un auténtico campeón de los supervillanos. Qué tío.
Narrativamente,
la película tiene un desarrollo bastante convencional y se ve lastrada a veces
por personajes y episodios menos logrados que, en el terreno dramático,
resultan superfluos: sirva como ejemplo Nassim, una reput(ad)ísima modelo que
pone a mil al bueno de Marc Tourneuil y, cuando todos pensamos que va a ser su
ruina, la cosa queda en calderilla. En el extremo contrario de la balanza hay
genuinos toques de humor ácido, como los “prontos” imaginarios que le dan a
Marc, cuando se activa su conciencia, o la sorna con que son mirados los
pequeños, los niños enganchados permanentemente a los videojuegos.
En
resumen, una película que, queriendo parecer maligna, es más maligna de lo que
parece.
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