En
la película “American Beauty”, una de las de mi Top Ten particular, el
personaje de Ricky, un joven de maneras algo oscuras, que tiene la obsesión de
filmar continuamente en vídeo, dice a Jane, la chica a la que ha puesto en su
punto de mira: “existe vida bajo las cosas, y una fuerza increíblemente
benévola que me hace comprender que no hay razón para tener miedo, jamás; el
vídeo es una triste excusa, lo sé, pero me ayuda a recordarlo, necesito
recordarlo: a veces hay tantísima
belleza en el mundo, que siento que no lo aguanto y que mi corazón se está
derrumbando.” Mientras dice esto, están contemplando la filmación de una bolsa
de plástico blanco que revolotea en el viento, perseguida por la hojarasca,
delante de la puerta roja de un garaje.
En
las cosas más modestas, en las que no llaman la atención de puro vistas, hay
una belleza insoportable, en eso estoy de acuerdo. Ayer paseaba, cámara en
mano, por la Chopera de Monzón y había una fría, blanca y densa niebla. Es una
condición meteorológica ideal para fotografiar, hasta los escenarios más
cotidianos parecen irreales y fantasmagóricos.
Era
de mañana, bastante pero no demasiado temprano, y debía de hacer uno o dos
grados bajo cero. En la maleza seca que bordea el camino, tras la helada
nocturna, se había condensado la escarcha y, vista de cerca, proporcionaba una
fascinación tan intensa que quisiera compartirla aquí.
Hice
varias fotografías en modo macro y parecen del escaparate de una joyería, donde
un orfebre particularmente caprichoso expusiera sus diseños para la
contemplación del paseante: detente a mirar estas joyas. Son gratuitas pero efímeras,
se deshacen en los dedos.
Una
sucesión de pequeños y delicados brillantes tapizan las ramas, las hojas, las
flores, los hilos de las telarañas, alguna gota se desliza y, si sale el sol,
todo el encanto se desvanecerá.
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