Es
curioso el empeño de las autoridades sanitarias europeas y españolas por
defendernos de nosotros mismos y de nuestros vicios y malas costumbres. Yo no
reparé en el momento en que los órganos de mi cuerpo dejaron de ser míos y
pasaron a ser tutelados por esta novedosa y omnipresente Inquisición. Por mi
bien, por supuesto. Por otra parte, no ignoro que se pretende ahorrar en
atención médica, pero tres de los cuatro euros y pico que cuesta una cajetilla
son impuestos, o sea que los fumadores pagamos al Estado entre sesenta y
noventa euros al mes más que el resto de los contribuyentes, así que no sé por
qué nos martirizan. Yo no he leído en la puerta de ningún BMW: “las autoridades
sanitarias advierten que el uso inadecuado de este vehículo puede producir
tetraplejia y muerte.” Sería la monda. Entonces sí que tendría fe en el celo de
las autoridades sanitarias.
Me
documento y leo en alguna parte: “en España no se puede fumar en ningún lugar
cerrado de uso público, y tampoco en algunos al aire libre. El Parlamento
español ha aprobado la normativa antitabaco más prohibitiva de la Unión
Europea, y una de las más radicales del mundo, sólo superada por países como
Bután, Corea del Norte o Guatemala.” Sigo, porque algunos amigos me aseguran
que la furia y saña prohibicionistas provienen de Europa: “en 24 de los 27
países de la Unión Europea existen zonas habilitadas para fumar, y otros como
Holanda, Bulgaria, Croacia o Grecia han rectificado las leyes antitabaco
aprobadas en los últimos años para permitir de nuevo espacios para fumar.” En este
país donde el 30 % de la población son fumadores, esto significa que casi uno
de cada tres compatriotas sufre restricciones y coerciones directas que afectan
a su conducta cotidiana.
Me
cuento entre estos españoles y puedo asegurar que, en este caso, el peso de la
ley es inexorable. En un lugar donde el respeto a las leyes es escaso, ésta
parece haber tenido un éxito apabullante: nadie parece dispuesto a afear la
conducta de los que conducen con exceso de velocidad, poniendo en peligro su
vida y la de sus conciudadanos; causa incluso admiración el evasor fiscal que
escamotea buena parte de sus ingresos a la Agencia Tributaria, incluso alguno
dirá ¡quién pudiera! Pero, ay, ponte a fumar en un sitio que no debes y verás
qué bulla te meten. Cada ciudadano se ha convertido en un policía amateur,
porque cree que ese humo que produces le perjudica directamente a él, cosa que
no le ocurre si el humo viene de un tubo de escape o de una chimenea de una
fábrica.
No
diré nada a favor de los beneficios del tabaco, hasta ahí no llego y, si me
esfuerzo, puedo recordar los pasados abusos de los fumadores: nuestra mala
educación nos llevaba a hacer irrespirable el aire en oficinas, hospitales,
comercios, barberías, autobuses, trenes y aulas. Yo aún recuerdo cuando fumaba
dando clase en el aula, en la mesa del profesor tenía un grueso cenicero de
cristal. En el instituto de enseñanza media, hasta los alumnos podían fumar
durante las clases. Lo recuerdo porque ahora cuesta incluso creerlo.
Donde
jamás creí que prohibieran fumar es en
los bares. En todos los bares.
Esto, a día de hoy, me sigue pareciendo una persecución totalitaria del vicio.
Los bares eran, tradicionalmente lugares de esparcimiento donde, los que
teníamos una o más conductas relajadas, nos refugiábamos a beber, a fumar, a
jugar, a intentar ejercer la lascivia o a tener conversaciones livianas
trufadas de expresiones malsonantes. Esta imposición coercitiva de la virtud y
las buenas costumbres, ha hecho mucho daño a los bares que han tenido que
cerrar a cientos: si tengo que ir a tomarme un café a un lugar donde no puedo
acompañarlo de un cigarrillo, me lo acabaré tomando en casa. Quiero hacer notar
que la inversa no es cierta en este caso: los bares ahora no se abarrotan,
comprobadlo, de gente que va a tomarse un café en un lugar más sano y con el
ambiente más respirable. Si uno quiere hacer vida sana, no va a los bares.
He
sacado este tema, porque estos días de riguroso frío me veo en la puerta de
algún establecimiento, sólo o con la compañía de mi colega el Resentido,
fumando y tiritando, conscientes de engrosar las filas de una tribu de nuevos apestados, cabezas de turco de
la saña con la que las mayorías aplastan a todo lo que, socialmente, se señala
como molesto o dañino. Mi colega el Resentido, que es más aficionado aún que yo
a las disquisiciones y que no para de perorar, me ilustra:
- Calidad de vida. Este es, sin duda, uno de
los términos que ha copado nuestra conciencia. Aceptarlo, supone defender que
hay una calidad de vida buena y una mala calidad de vida. Detengámonos en esta
última: los que tienen una MALA CALIDAD de vida están en ella por dos motivos,
uno carente de culpa y otro carente de conciencia. El carente de culpa es una
persona que tiene mala calidad de vida por ser, pongamos: un minero, un
excluido social o un habitante pobre del tercer mundo. Nuestras obligaciones
morales aquí están muy claras: donar dinero a las oenegés, promover el 0’7 %,
acudir a manifestaciones y votar opciones políticas solidarias, hasta que
aquellas personas, deslumbradas por la calidad de vida que les ofertemos,
consigan elevar su nivel de bienestar hasta el infinito y más allá; todo ello,
por supuesto, sin vulnerar los preceptos del desarrollo sostenible, la ecología
y su propia conciencia cultural y nacional, todas ellas conciencias
equivalentes entre sí y superiores a la del Papa. Pero, ay, el que tiene una
deficiente calidad de vida por falta de conciencia, ese ¿qué? Ese culpable, por
supuesto, por su incapacidad de cuidarse, vivir sin depresiones, hacer deporte,
dejar el tabaco, el alcohol, las grasas saturadas, la sal, el café, el azúcar,
la vida sedentaria, por no saber practicar el sexo seguro, el yoga, el tai chi,
en resumen las ideas, concepciones y modos de vida saludables, ecológicos,
sostenibles y solidarios… ¡A ese que le frían un paraguas! “Yo daré mi voto a
una opción política que lo excluya de la sanidad y de las prestaciones
sociales, por vicioso y pequeñoburgués”, dice nuestro ciudadano comprometido de
referencia. Y así, la obligación de proveerse de la mejor calidad de vida
posible, asciende al código de imperativos morales al que todos nos hallamos
sometidos. A gusto, eso sí.
- ¿Te has terminado el cigarrillo? - le
respondo, algo fatigado con su rollo. - Pues vamos dentro que me estoy quedando
tieso de frío.
- Si en vez de fumar, esnifáramos coca,
podríamos hacerlo en el lavabo, no tendríamos que salir fuera a congelarnos.
- Anda entra, que con esta helada te empieza a
patinar el coco.
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